Ai Yazawa firmó en Nana una serie que retrató como pocas su época y que, con el paso de los años, lejos de pasar de moda, ha adquirido una atemporalidad que la encumbra al olimpo de los clásicos

“¿Te acuerdas de cuando nos encontramos, Nana? Ríete si quieres, pero yo creo bastante en el destino y pienso que nuestro encuentro… fue cosa del destino”. Quien en 2024 coja un billete para adentrarse al universo de Nana, hará bien en saber que este va a ser, con mucha probabilidad, el viaje a ninguna parte más satisfactorio de su vida. Porque estamos hablando de una serie que en 2009, coincidiendo con un dramático giro argumental de la trama, quedó en suspenso debido a los problemas de salud de la autora, Ai Yazawa (Osaka, 1967). Da absolutamente igual. Nana, en ese hiato infinito, con fin sin final, o final sin fin, es un manga que retrata como pocos las inquietudes de la juventud de su época a través de la historia de sus dos protagonistas; pero, también, es un drama mayúsculo que, con una intensidad desgarradora, habla de emociones eternas.

El escritor y periodista Albert Lladó en el suplemento Culturas de La Vanguardia, en un lúcido artículo sobre el arte de la narración, señalaba que “cada novela es un viaje, un cambio externo o interno, seleccionando hechos para transformarlos en acontecimientos que marcan un antes y un después en su cronología. Una lucha que, en griego, se conoce como agon, y que el prot-agon-ista encarna como su propio nombre indica”. El conflicto al que se enfrentan las dos Nana que dan nombre a esta historia es la imposibilidad de regresar a la Ítaca que ellas mismas se construyeron en el piso 707, el apartamento que compartieron al llegar a Tokio desde sus respectivas ciudades. 

Nana Komatsu y Nana Ôsaki son dos chicas recién entradas en la veintena con un largo historial vital y sentimental a sus espaldas. Komatsu (‘Hachi’ para los amigos) es risueña, ingenua y enamoradiza; Ôsaki es seria, madura y pasional. La primera llega a la capital con el poco definido objetivo de seguir a su novio y abrirse camino en la gran ciudad; la segunda, quiere triunfar en el mundo de la música con su banda punk, los Black Stones, de la que acaba de irse su novio, Ren, para unirse a un grupo ya de éxito, los Trapnest. Ambas cuentan con su propia órbita de afectos, dos constelaciones que se solapan cuando, de forma casual, coinciden en el tren que les lleva a Tokio y empiezan una improbable pero inquebrantable amistad.

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Un año intenso

Aunque pueda parecer sorprendente, la acción principal de Nana, a lo largo de 20 tomos (el primero es un prólogo que cuenta los antecedentes de las Nana), transcurre en tan solo un año. Doce intensos meses en los que se suceden idilios y rupturas; éxitos y fracasos; alegrías y tristezas. Una montaña rusa de emociones que conectaron (y conectan) con la juventud contemporánea al abordar sin ningún tapujo cuestiones que quizás para buena parte de su público de entonces eran una absoluta novedad en el cómic y el manga, como los anticonceptivos, el aborto, las relaciones tóxicas, la salud mental, las drogas o los peligros de la fama. Una panoplia de temas con el trasfondo más guay que se pueda imaginar: el mundo del rock.

Con todo esto, Nana es un evidente y orgulloso culebrón -con más agitación sexoafectiva que en un autobús de viaje de fin de estudios- que se eleva a la categoría de arte gracias a los muchos talentos de Ai Yazawa. La autora alumbra personajes rebosantes de carisma y, sobre todo, con vida propia; ella les insufla aliento vital, pero en todo momento reina la sensación de que son ellos los que toman el control sobre sus actos, no la narradora. La propia Nana Ôsaki proclama su rabiosa ansia de libertad: “Tampoco es malo dejarse llevar por la vida si así se avanza”.

La genialidad de Yazawa reside en seleccionar los momentos cruciales de ese viaje de las heroínas (encuentros, separaciones y reencuentros; decisiones trascendentales; pasiones desatadas o reprimidas; pequeños gestos que revelan más que las palabras…) y convertirlos en acontecimientos de una intensidad dramática de un paroxismo casi insoportable. Nunca la caída de un vaso decorado con fresas, una escena en apariencia trivial, transmitió tantos quebrantos.

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Personajes libres y rebeldes

El aparente libre albedrío de los personajes, unido a su visceralidad, conduce a situaciones extremas. Así, el emparejamiento entre Nana Komatsu y Takumi, líder de los Trapnest, se inicia con una violación, a la que sigue una relación marcada por la manipulación emocional. Quizás bajo los parámetros del Japón de los primeros 2000, mostrar la violencia machista en un manga ya era un paso importante; sin embargo, desde nuestra posición y actualidad, resulta tremendamente incómodo ver cómo se normaliza e incluso en algún momento se romantiza esta relación, algo que, por otra parte y por desgracia, es una de las realidades de la violencia de género. Una mirada crítica no es incompatible con reconocer que, en el contexto en el que transcurre la historia y conforme a la personalidad de los personajes, lo que se nos cuenta entra dentro de lo factible.

Nana, ‘Hachi’, Ren, Yasu, Shin, Nobu, Leila… son humanos y, a sus veinte años (los que más), son dueños de su destino y toman sus propias decisiones, por erróneas que nos parezcan. Como espectadores, solo podemos acompañarles, tratar de ponernos en su lugar… y sufrir con ellos. 

Yazawa nos concede un privilegio: ser testigos de cómo será el futuro de sus criaturas. Los monólogos que abren y cierran los capítulos nos dan desde el primer momento la pista de que la historia se nos está contando con la perspectiva de los años. Un recurso que, bien de forma premeditada o bien sobrevenida -quizás por el creciente desfase entre el momento en el que transcurre la acción principal, situada en 2001, y el tiempo de publicación de la serie-, acaba por formalizarse cuando la autora nos abre directamente ventanas al presente para saber qué ha sido de los personajes… y para descubrirnos que el fuego de sus juventud marcó para siempre sus trayectorias. 

Evidentemente, toda lucha, todo conflicto, todo drama, requiere de momentos de calma para hacerse llevadera y dar aire para entablar una relación más íntima con sus protagonistas. Por eso en Nana también hay mucho humor, y también muchas conversaciones en torno a una mesa (“¿Cómo se consigue ser feliz como una persona normal…?”, pregunta Leila, a lo que Ren contesta: “Las preguntas difíciles son para el calvo [Yasu]. A mí no me mires”). No faltan tampoco los paseos por lugares emblemáticos de Tokio. El Japón del cambio de siglo, con sus usos y costumbres, se nos muestra en todo su esplendor.

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Punk’s Not Dead

Tanta intensidad no se sostendría sin un apartado gráfico y una estética a la altura. Aquí Yazawa no se va por las ramas y toma nada más y nada menos que a Sid Vicius y Nancy Spunger como modelos para Ren y Nana. Una declaración de intenciones que va acompañada por el vestuario, compuesto casi en su totalidad por diseños de Vivienne Westwood, considerada la principal responsable de la estética punk. La autora prioriza tanto el dibujo de los personajes -siempre con esos ojos tan profundos y esa delgadez tan extrema característica de su estilo, que aquí va de perlas para esas chicas y chicos atormentados al borde del abismo-, que las calles entre viñetas se reducen a líneas, y los fondos pasan a ser directamente fotografías tratadas. Una decisión que, amén de ahorrar trabajo, se convierte a la larga en un elemento definitorio de la estética de la serie.

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Nana es una obra pensada para dejar una marca indeleble. Sin duda, quienes la leyeron en su adolescencia debieron quedar con una profunda impresión; quienes la lean hoy, ya con canas y cicatrices en cuerpo y alma, sabrán reconocer esa particular emoción que produce ver cómo la inocencia de luchar por los sueños, de creer que todo es posible, se estrella contra los muros que pone por delante la vida. Sabes que va a ser así desde la primera página, pero no puedes dejar de vibrar con esos jóvenes que creen que el mundo está puesto ahí para ellos. Por eso, Nana, sin final, se mantiene eterna.

“… el futuro de todos nosotros se volvió una hoja en blanco. Ni siquiera a estas alturas soy capaz de dibujar nada en esa hoja. Porque sin Nana… no puedo empezar”

 

Nana, de Ai Yawara

Planeta Cómic. Rústica, b/n. 176-256 págs., 8,50€

Traducción de Geni Bigas y Yayoi Kagoshima (tomos 1 al 16) / Ayako Koike (tomos 17 a 21)